
Todas las canciones son la canción. Pero cada hombre la oye a su manera. Incluso aquí.
Sin embargo, yo soy poeta: puedo imaginar la impronta de una canción que no me cantaron en la cuna y hacerla latir en versos bárbaros… que nadie recordará. ¡Aquí sólo se recuerdan las leyendas de los viejos!
Ovidio se consume. Es el mismo al que los discursos para el foro le salían en verso sin querer y por eso aún compone. ¿Qué otra cosa puede hacer? No sabe ganar dinero, ni hacer zapatos, ni trabajar la madera; no es soldado ni es capaz de enamorar mujeres que antes no haya seducido su renombre. ¡Renombre! En Tomis sólo es un viejo romano rechazado por la Madre Roma.
Su hastío ofende a los naturales del lugar. Como son más sabios de lo que podría pensarse, ya le van educando. Y aprende rápido. Para sus quejas, tienen el silencio o la burla, alguna vez fue golpeado; cuando es humilde y ríe, ríen con él; cuando, necesitado de público no imaginado, les canta en su propio idioma, le escuchan con algo que parece amistad. Al poeta cada vez le dan menos asco los olores, cada vez desprecia menos la ridícula altanería del bárbaro que blasona los casi imperceptibles orígenes helenos. Nunca ha podido entenderse con esta gente en griego –al contrario de lo que, en un principio, creyó que podría hacer– y no le ha quedado más remedio que aprender la lengua geta.

Hoy he ido al puerto, como siempre. He podido hablar con un mercader que trae trigo de Olbia y llevará esclavos y pescado en salazón a Italia. Era del Quersoneso. A mí me ha gustado su griego pintoresco y a él no parece haberle impresionado la modesta curiosidad local, el romano desterrado por designio directo del Augusto. Quisiera hablar latín. La última vez, me hicieron notar con sorna el acento y la cadencia bárbaros. Aquí, ni siquiera tenemos un delegado de Roma y la guarnición está formada por mercenarios que no se molestan en usar conmigo el poco latín que aprendieron durante la instrucción. El comandante sí lo sabe, pero me rehuye como a un apestado; no quiere resultar contaminado por mi error. Carmen et error. Es el mismo que me arrojó un casco abollado y una pica el día que llegué:
«Desde que, en su puesto de guardia, el centinela dio la alarma, nosotros, apresuradamente y con mano temblorosa, nos revestimos con nuestras armas. El enemigo, con su arco y sus flechas envenenadas, merodea con feroz aspecto en torno a nuestras fortificaciones, con su caballo jadeante.»
Tristia, IV, 1, 75 ss.
Aún tiene la gracia de escribir bien. Sus versos hacen lo que él quiere y derivan a los bellos e inagotables mitos, la queja elegante o –pocas veces, el odio le aburre– la invectiva. Es de ojo fino y penetrante y sensibilidad de orfebre; todo un mundo elegante bailó al son de sus palabras más aéreas que profundas y fue seducido por sus poemas. ¿Demasiada seducción? ¿Para qué otra cosa digna puede vivir un pueblo que lo ha conquistado todo? Los dioses existen porque él quiere.
Algunas veces, sin embargo, quisiera haber compuesto versos misteriosos y sacros como
«Non canimus surdis: respondent omnia silvae.»
No cantamos para los sordos: nos responde todo en las selvas.
Virgilio: Égloga X, 8
y hacer sentir a alguien el temblor ritual de la belleza que se trasciende a sí misma.
No sabe quién le leerá pero ningún poeta ha dejado de escribir por eso.
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