Palabras, días.

Nuestra vida en las palabras

Muerte de perro

GOYA: Perro semihundido

En La muerte y el caballero, Leonardo Sciascia traza una concordancia entre Montaigne y cualquier perro moribundo.

De pensamiento en pensamiento, al irse disipando esa obsesión, pasó a recordar los perros de su infancia, sus nombres, el valor de unos, la pereza de otros, como decía su padre cuando hablaba con otros cazadores. De pronto se le ocurrió algo que nunca había pensado: ninguno había muerto en la casa, no habían visto morir a ninguno, ni a ninguno habían encontrado muerto en su camita de paja y mantas viejas. A determinada altura de su edad o de su bronquitis se los veía cansados, ya sin ganas de comer ni retozar, y desaparecían. El pudor de la propia muerte. Como en Montaigne. Y le pareció sublime, con la misma fuerza afirmativa del imperativo kantiano, como una modalidad de ese imperativo, el hecho de que una de las más altas inteligencias de la humanidad, deseando que la muerte lo alcanzase lejos de las personas que lo habían rodeado en vida, y mejor en soledad, hubiese meditado y razonado lo mismo que el perro sentía por instinto. Y eso bastó a través de la gran sombra de Montaigne, para reconciliarlo con los perros.

SCIASCIA, Leonardo: El caballero y la muerte. Ed. Tusquets, Barcelona, 2003.

Hace poco compré un coche de segunda mano. Tras formalizar el trato en la notaría, hubo cafecito y pastas a cuenta del vendedor en un local cercano y grato. Él, buen conversador, pasó por varios temas con fluidez y amenidad de portugués hasta detenerse en los perros. Empezó por animalitos de raza bellos, de exhibición en pasarela, a los que había enseñado a caminar con la cabeza alta y las patas airosas como caballos jerezanos, criaturas propensas a enfermedades debidas a la consanguinidad que solían terminar bajo la piadosa jeringa del veterinario. Siguió con los recios e infatigables perros de caza; y me contó cómo uno de ellos, tras una vida dándolo todo en el monte, empezó a decaer.

Voluntad, le sobraba; sin embargo, cuando la furgoneta llegaba al campo y se abría la puerta del remolque en el que viajaba con otros dos o tres animales, bajaba el último y se afanaba penosamente tras los compañeros. Llegaba tarde a todos los lances de caza y miraba como pidiendo disculpas. Nadie le apremiaba y, en realidad, pasaba desapercibido durante la jornada porque perros y hombres estaban absorbidos por la pasión atávica de quitar la vida con esfuerzo e ingenio. Un día, cuando el resto de los animales se recogieron junto al remolque, el perro viejo no apareció. El bueno del portugués le dijo a otro cazador: «¿Ves aquél bosquecillo? Pues ahí se ha metido a morir. Lo vamos a encontrar en cinco minutos como mucho.» Enroscado bajo un árbol estaba. Muy a lo Montaigne.

Me permito enriquecer la concordancia con Paul Auster. Me refiero a Tombuctú, breve y amena novela.

El protagonista, Mister Bones es un chucho; también podemos decir que, desde sus tiempos de cachorro, ha sido el compañero inseparable y sumamente inteligente de un tronado vagabundo llamado William Gurevitch, más conocido como Willy Christmas desde que recibió un mensaje trascendental de Santa Claus por televisión. Juntos han vivido mucho y lo han pasado bien, pero a Willy ya no le queda demasiado y aún tiene una misión que cumplir. Lógicamente, no debo desvelar el resto de la trama; baste con decir que acompañamos a Mister Bones en su peripecia vital –por momentos recuerda a Lázaro de Tormes— hasta llegar al final del camino y de la obra. Leído el libro, sabemos cómo termina su vida un ser consecuente, independiente y digno. El autor, visiblemente encariñado con su personaje, escamotea su muerte y acaba en el punto en el que asistimos a su última, valerosa y elegante decisión.

Y que sea un perro, es irrelevante.

Más heroica muerte tuvo Boy, el perro del príncipe Rupert en la Guerra Civil inglesa del siglo XVII. Tras años acompañando a su amo a los campos de batalla con increíble buena fortuna, se ganó reputación de criatura sobrenatural, invulnerable e, incluso, profética en el bando realista; en el parlamentario, como era de esperar, le achacaban brujería y maleficio. Se llegó a decir que era la encarnación de Satán (el étimo hebreo הַשָּׂטָן significa «adversario»).

Su magia terminó el 2 de julio de 1644 en la batalla de Marston Moor. El príncipe Rupert partió al frente dejándolo atado; sin embargo, el valeroso caniche blanco —una rareza en la Gran Bretaña de entonces — se zafó para acompañar a su amo. Seguramente, los tiradores rivales decidieron que, en aquella ocasión, no era un desperdicio gastar alguna bala matando un perro. ESE perro.

El bando ganador publicó un pintoresco panfleto en cuya portada leemos (líneas 9 y 10) que, para acabar con el diabólico can, hizo falta ¡un tirador experto en necromancia!

Poca simpatía me produce la devoción canina de Boy; hasta me permito poner en duda su ardor guerrero: quizá las batallas eran sólo un gigantesco y divertido sarao para él. Prefiero y siento más próxima a mí la digna y pudorosa autodeterminación de los perros de Sciascia, la de Mister Bones o la del chucho del portugués. Nuestros próximos nunca son más bellos que cuando toman sus propias decisiones. Separándose, se nos acercan.

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https://www.historiamag.com/good-boye-or-devil-dog-prince-ruperts-poodle/

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