Palabras, días.

Nuestra vida en las palabras

Jaque mate

Tiene cinco años y es espabilada y graciosa. No me parece pronto para que conozca el juego serio y ritual que dignifica como ningún otro a sus jugadores, el civilizado aunque implacable enfrentamiento de inteligencias.

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–¿Qué muñequitos son esos, tío?

–No son muñequitos, son fichas de un juego.

–¡Qué bien! Y, ¿cómo se llama?

–Ajedrez.

–Pues yo quiero jugar “a jedrez”.

Los dos antagonistas ya están alineados, cada uno de ellos sólidamente organizado en sus dieciséis casillas. Empiezo a demostrar la fiesta de los movimientos y ella lo capta y reproduce todo con su habitual rapidez.

–¿Te vas?

–No, bonita, voy a ver quién llama y vuelvo.

–Vale. Yo sigo con el jedrez.

No debo dejarla sola; es su primera vez y su entusiasmo se va a enfriar.

Al volver, el genio innato y libre del niño me golpea: el rey blanco y la reina negra se han enrollado, y los otros dos monarcas también han hecho migas interraciales. La caja de las fichas se encuentra boca abajo sobre el tablero y, sobre ella, departen amigablemente las dos parejas, aunque no sé quién es anfitrión y quién huésped.

–¿En tus casillas o en las mías?

–Chica, qué más da, el tablero es de los cuatro.

Delante de la caja y unidos a ella por invisible atalaje, los cuatro caballos; a los lados, alfiles avanzando en solemne paralelo y, cerrando el paso de forma conclusiva, las rotundas torres. Los peones, arracimados, aplauden extáticos al paso del cortejo mientras reciben un reconfortante baño de majestad.

–¿Has visto? Yo también sé jugar a jedrez.

–Sí, cariño, creo que me has dado jaque mate.

–¿Jaquequé?

–Nada, bobadas.

Ojalá pudiese pasarme al jedrez.

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