Palabras, días.

Nuestra vida en las palabras

Gradiente

Los verás sobre la cresta venteada: tres. Pueden ser muñones de árboles castigados por la intemperie o seres humanos. Esquiadores de montaña. Ya han recuperado el resuello y se quitan las pieles de foca. Desde el paso, van a tener una bajada bonita pero no exenta de dificultades.

Deben de estar exhaustos, pues bajan torpemente. Los giros, a veces, no terminan donde deben sino donde muere el impulso del bulto sobre las tablas. Ahora buscan el punto débil de una barra de roca y tiran de derrape para acceder a la pala promisoria a través de un canal sombrío.

Bien. Están en la ladera que muere en el lago helado junto al albergue. Se desprenden de los esquíes y, felices, llegan a la barra del bar que se abre sólo cuando hace bueno. En realidad, todo el mundo sabe que uno practica el montañismo en cualquiera de sus modalidades sólo por esa cerveza que vivifica hasta la última célula del organismo.

A sus vitales veintitantos, cansados pero no rotos, contemplan el bello lago suizo. De pronto, un grupo de alberguistas se hace notar en la orilla; son patinadores. ¿Turistas extranjeros? ¿Locales? No se sabe, pues el vientecillo emborrona su cháchara.

Uno a uno, comienzan a patinar con elegancia mesurada. Son expertos y parece que lo hiciesen todos los días, pues no hay vacilación, no hay bromas propias de los que reanudan el rito de amigos tras algún tiempo de vacío.

Fíjate; hay algo raro. Son viejos. No, son MUY viejos. Se diría que ninguno va a cumplir ya los ochenta. Los esquiadores no se lo pueden creer. Uno de ellos da con el codo al compañero que se halla a su lado.

—Mira esa momia.

—Joder, ¿has visto cómo patina?

—¡Él y todos los demás!

—¿Qué coño les dan aquí a los viejos? Te juro que mi abuelo no hace eso.

—Ja, ja, ja… Tu abuelo lo más exigente que ha hecho últimamente es terminar una partida de dominó en el centro de día sin mojar el dodotis.

—Tú te callas, cabrón, que ni siquiera tienes uno.

Los matusalenes se entrecruzan grácilmente intercambiando sonrisas. Dibujan arabescos espontáneos y, de vez en cuando, alguno coge suavemente a una compañera de la mano al pasar y evolucionan juntos unos instantes. Después, rompen el enlace y van a buscar nuevas combinaciones.

A los muchachos se les está pasando el subidón de adrenalina de la última bajada y sienten drenarse las fuerzas, filtrarse el frío y las ideas negras: soy débil, quizá no debería hacer estas cosas. Los ancianos, en cambio, lo hacen todo cada vez mejor y empiezan a resultar hipnóticos. Lo peor son esas melenitas blancas como ala de cisne que el viento no esparce ni desordena sino que ahueca y sostiene ingrávidas.

—Tíos, igual bajamos ya a la furgoneta; no me encuentro bien.

—Ni yo, ¡no te jode! ¿Tú te acuerdas del pedazo subida que nos hemos comido con tramo de escalada en mixto y todo? Al final, nos han salido muchas horas.

—Y la bajada también casca, ¿eh?

—No sé. Palizas, me he pegado muchas con vosotros pero es ver a esa peña de vejestorios y parece que se me va la…

—… la vida, ¿no? Llevo un ratito pensando esa chorrada.

El sol ya está cerca de la cresta por la que han venido y se ven cambiantes efectos de color a través de los diminutos cristales de nieve levantados por ese viento que les ha atormentado todo el día. En el lago, mientras tanto, la coreografía de octogenarios continúa. En algunos momentos, se siente la ilusión de escuchar una música vienesa en 3/4.

—¡Me cago en la puta!

—Pero, ¿a ti qué coño te pasa?

—Le pasa lo mismo que a mí; ¿eres ciego o qué? Fíjate en ese pureta.

—Pureta lo que yo te diga; ese no pasa de treinta y cinco. Mira la melenita rubia; no tiene una puta cana.

—Pues eso mismo: antes era un viejo con cuatro pelos blancos.

—Eh, para canas las que os han salido a vosotros últimamente.

Miradas confusas se entrecruzan (y los ¿ancianos?, también; ahora, siempre cerca de los esquiadores). En verdad, estos no tienen buena cara: la piel está seca, los ojos apagados… Se acurrucan unos junto a otros sin vergüenzas masculinas, apuntalados en solidaria masa gris para no caerse.

Mientras tanto, la cresta se va comiendo el sol y las sombras reptan sin misericordia. Pronto sólo habrá belleza incompatible con la vida del hombre. Entre los patinadores, ahora, se escuchan las risas que antes faltaban y la danza alcanza un clímax imposible de saltos y velocidad. Cuchillas que rasgan las sombras.

Miran, al pasar, a los tres chicos.

Estos hace un ratito que ya no ven nada a través de sus ojos muertos.

Imágenes de Freepik.

Relato inspirado en un pasaje de Blanc, diario de una gran travesía integral de los Alpes. Su muy culto e inteligente autor es Sylvain Tesson.

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