Un simple gesto que nos ensucia aunque haga la vida picante: agacharse y mirar por el ojo de una cerradura, empinarse para llegar al cuadradillo del ventanuco o poner en diagonal la cara para intentar alinearse con la rendija de la valla.

La variedad del voyeur es muy rica: va desde la contumaz y nunca arrepentida vieja del visillo al mirón inexperto de galopante taquicardia y mala conciencia.
Mala, con razón: convertimos la vida de los otros en una performance involuntaria y violada, consagrada por el marco físico de ese hueco que muestra lo que no debe a quien no debe.
Pero no echemos la culpa a la ventana…
Por otra parte, la suerte también sabe castigar; quien mira lo que no debe, a veces, ve lo que no quiere. En un cuento de las Mil y una noches, un hombre casado con cierta gran beldad desea poner en ridículo a otro con fama de impotente. Para ello, le ofrece un encuentro secreto e íntimo con su esposa pretextando sincero interés por la posible curación de la disfunción eréctil por estimulación visual. Espera recrearse con el suplicio de Tántalo, el sórdido y paradójico drama del eunuco… que resulta no serlo en absoluto. El marido se ve obligado a ver y oír cómo un extraño, invitado por él, provoca en su esposa la más inaudita gozadera sin poder intervenir para no traicionarse. Termina enloqueciendo de celos y revienta.
Preferiría no querer mirar.