Palabras, días.

Nuestra vida en las palabras

Arena

Grano pequeño, grano grande… todos minerales.

Viene del latín harena; a este vocablo, se le supone (nos anima a ello la terminación -ena) un origen etrusco: hasena. Por metonimia, pasó a llamarse arena el recinto con suelo de este material absorbente en el que combatían –no siempre a muerte– los gladiadores. No deja de ser una interesante coincidencia si pensamos que también estas luchas vinieron de la enigmática Etruria (como los arúspices, numerosos vocablos latinos y ciertos elementos arquitectónicos). Eran, en un principio, combates rituales en homenaje a un difunto.

Pero la arena tiene muchas más cosas, ¿verdad? Seca, es un amasijo de partículas minerales: cada una de ellas, una roca sólida; juntas, tienen el comportamiento de un curioso líquido. Predomina en la arena el cuarzo y, estirando el juego de las asociaciones, podemos hacer con él un recipiente de vidrio en forma de diábolo que, con el flujo de la arena, nos arrastra al sumidero del tiempo, nos hace perceptible a la vista el fluir en el cual existimos.

Tras el abrazo con la mar, el fluido deviene sólido y nos da ese pavimento que sólo se disfruta de verdad descalzo: el solar de tanto juego, paseo romántico; el punto firme salvador tras el susto entre las olas.

Sobre la arena, la planta del pie nos vivifica intensamente, ocupa el lugar habitualmente negado en el mapa neurológico de las sensaciones. Por unos momentos, somos seres táctiles, intensos, integrados; eso nos arraiga y fortalece.

Si me caminas, te redescubres.

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