… donde habita el hallazgo.

El jardinero, paisajista, entomólogo, escritor, profesor y arquitecto Gilles Clément1 defiende en su Manifiesto del Tercer Paisaje el valor del terreno indefinido, olvidado, marginal…
Estos frágiles espacios se caracterizan por quedar fuera del ordenamiento y ser, como dice Clément, tan ajenos al poder como a la sumisión. Su existencia depende únicamente del olvido y resultan atractivos precisamente por eso. Son ricos y promisorios porque en ellos nada se ha concretado.
Pueden ser solares derelictos que en tiempos fueron urbanos y ahora reclaman la obsolescencia de la arquitectura y el siempre acechante vigor colonizador de la naturaleza. En estos paraísos estigmatizados por las madres, hemos sido felices los niños. Recuerdo mis incursiones en infraestrucuras fallidas y abandonadas que quisieron aprovechar la disponibilidad de los márgenes urbanos: aquel viejo molino abandonado o el castillo carlista con peligrosa escalera de caracol a la que, como si fuera una boca semidesdentada, le faltaban escalones. La cala de mal acceso y despreciada que los nudistas colonizaban y amueblaban con grandes piedras planas cuidadosamente dispuestas y apiladas o el restaurante que quiso ser atalaya del cantábrico y se quedó en refugio de porretas, críos merodeadores y amantes calientes sin recursos.

Pueden ser, también, parcelas en los límites entre el aprovechamiento agrario y lo natural. Pienso en los tres olivos plantados por algún antepasado de mi mujer en un pueblecito de La Rioja. Los árboles originales envejecieron y los troncos secaron; con el tiempo –mucho tiempo– los troncos cayeron y del tocón brotaron renuevos. ¿Muerte y nacimiento continuo del mismo árbol? ¿Hasta cuándo? La vegetación rastrera se encargó de proteger este tercer paisaje hasta que llegamos mi mujer y yo y «limpiamos», podamos, abonamos, regamos… y hasta proyectamos un rústico banco para el respiro con pan, chorizo y bota de vino. Sólo nos faltaba poner valla y puerta y bautizarlo Heredad X. Un día, antes de saber nada del valioso tercer paisaje, nos entró un curioso escrúpulo. De repente, el espino nos pareció entrañable y abandonamos la idea de cortarlo; también dejamos en pie el enmarañado rosal silvestre de inverosímiles espinas con la excusa de que protege del noroeste y dimos carta de naturaleza a todo lo que florece para no privar de alimentos a los insectos que polinizan los frutales. Ahora comprendo que sólo era pedante excusa de neófito: en realidad, sentimos vergüenza de ordenar lo natural.

También hay terceros paisajes síquicos: la duermevela del que aún no ha caído del todo en brazos del sueño o se resiste a emerger a la vigilia; el delirio del montañero que ha abusado de su resistencia y camina en piloto automático sostenido por la zona tres de la conciencia (en la zona uno dicen que aún falta mucho y no quiero oírlo); el aterrador territorio de lo psicotrópico tan explorado por los beatniks; el bosquejo espontáneo en los márgenes del documento que nos han dado al entrar en esa reunión importante; el estado de gracia post-orgásmico tras un éxtasis particularmente intenso en el mítico polvo del reencuentro o que pone fin a la travesía del desierto. El cirujano francés Ambroise Paré (¡en el siglo XVI!) lo denominó petite mort2.
Envejecer no es cumplir años, es dejar de buscarte en la zona olvidada.