Palabras, días.

Nuestra vida en las palabras

Las palabras y los días

Traduttore, traditore.

Cuando se entra en contacto con el pensamiento clásico a través de los textos, es frecuente toparse con ideas para las cuales, incluso al escribir en lenguas modernas, usamos la expresión original. Hablo de casos como virtus, paideia, cursus honorum, etc. ¿Cuál es la razón? ¿Acaso deseamos mantener la forma original por respeto? ¿Queremos que se note que sabemos algo de latín y griego?

La principal razón es otra; desde que esos conceptos se acuñaron, la mentalidad de las personas que componen la sociedad, sus sistemas de valores y lo que llamamos ideología han cambiado mucho: nada en nuestra cultura es inmutable, todo está sometido a cambio, llámese desgaste, evolución… 

El pensamiento de los antiguos está en nosotros pero lo hemos adaptado a nuestras circunstancias. Ideas que no encajan en nuestro marco, como la justificación del esclavismo o la del homicidio como espectáculo social legítimo, han desaparecido; otras, como la necesidad de igualdad entre hombres y mujeres, se ignoraban entonces y se van implantando en nuestra ortodoxia (el pensamiento considerado correcto por una sociedad);  algunas perviven transformadas porque aún son útiles para nosotros. En cuanto a estas últimas, tenemos casos en que el campo que abarcaba el concepto original se ha reducido  y se produce una especialización. Otras veces, se ha seguido el camino inverso: generalización. También puede haberse producido un cambio cualitativo.

En cualquier caso, sentimos que cualquier traducción traicionaría demasiado el pensamiento en el que fueron creadas esas palabras y elegimos conservar su forma en la esperanza de que, bajo el ropaje, haya un alma.

Abordemos un ejemplo.

En latín, tenemos la palabra virtus. De su acusativo (virtutem), llegamos al castellano virtud o al vasco birtute. La integridad de la palabra no ha variado mucho en el plano fónico pero, ¿qué pasa en el semántico?

El DRAE nos dice lo siguiente:

virtud

Del lat. virtus, -ūtis.

1. f. Actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

2. f. Eficacia de una cosa para conservar o restablecer la salud corporal.

3. f. Fuerza, vigor o valor.

4. f. Poder o potestad de obrar.

5. f. Integridad de ánimo y bondad de vida.

6. f. Disposición de la persona para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como el bien, la verdad, la justicia y la belleza.

7. f. Acción virtuosa o recto modo de proceder.

8. f. Rel. En la tradición católica, cada uno de los espíritus celestes que forman su quinto coro y, junto con las dominaciones y las potestades, la segunda jerarquía, poseedora de la fuerza de ejecución de los planes de Dios. U. m. en pl.

Obsérvese que, hoy en día, son la quinta y sexta acepción las que vienen más fácilmente a la mente. Estamos ante un concepto moral amplio.

Virtus viene de vir (varón) y tiene, en un principio, el sentido restricto de coraje masculino, especialmente el marcial. Todavía en el siglo I a. C. Cicerón nos dice: […] appellata est enim ex viro virtus; viri autem propria maxime est fortitudo, cuius munera duo sunt maxima, mortis dolorisque contemptio. Se trata de un valor que se manifiesta en el desprecio al dolor y a la muerte. Sin embargo, esta cualidad individual se volvió más amplia y social en un momento que no podemos precisar; de este modo, se podía dar al ciudadano una referencia ideal de lo que se esperaba de él. Dice ya Lucilio (180-103 a. C.): La virtus, Albino, es la habilidad para pagar el precio justo en cualquier negocio de la vida, (…) la virtus es saber lo que está bien y es de provecho y honorable para el hombre y también inútil y vergonzoso (…) la virtus es dar el honor que es debido; ser enemigo del hombre malo y defensor del hombre de buenos hábitos (…) pensar primero en la patria, luego en los padres y en tercer y último lugar en los intereses propios. 

El sentido restricto y el amplio siempre fueron uno en la mente de los romanos; hoy en día, por el contrario, hemos abandonado el componente específicamente masculino y bélico. Los campos semánticos de virtus y de virtud ya no se corresponden, no se pueden superponer. La traducción de virtus dependerá, así pues, del contexto en que aparezca. En un texto de César de marcado trasfondo bélico podrá valernos «coraje«; en otro de carácter humanístico y tendencia universalizante quizá debamos usar «virtud«, «bondad«, acaso, «fortaleza«.

Toda traducción (incluyendo las propias) es una adaptación y, cuanto antes lo entiendas, mejor traducirás.

Arena

Viene del latín harena; a este vocablo, se le supone (nos anima a ello la terminación -ena) un origen etrusco: hasena. Por metonimia, pasó a llamarse arena el recinto de suelo pulverulento y absorbente en el que combatían -no siempre a muerte- los gladiadores. No deja de ser una interesante coincidencia si pensamos que también estas luchas vinieron de la enigmática Etruria (como los arúspices, numerosos vocablos latinos y ciertos elementos arquitectónicos). Eran, en un principio, combates rituales en homenaje a un difunto.

Pero la arena tiene muchas más cosas, ¿verdad? Seca, es un amasijo de partículas minerales: cada una de ellas, una roca sólida; juntas, tienen el comportamiento de un curioso líquido. Predomina en la arena el cuarzo y, estirando el juego de las asociaciones, podemos hacer con él un recipiente de vidrio en forma de diábolo que, con el flujo de la arena, nos arrastra al sumidero del tiempo, nos hace perceptible a la vista el fluir en el cual existimos.

Tras el abrazo con la mar, el fluido deviene sólido y nos da ese pavimento que sólo se disfruta de verdad descalzo: el solar de tanto juego, paseo romántico; el punto firme salvador tras el susto entre las olas.

Sobre la arena, la planta del pie nos vivifica intensamente, ocupa el lugar habitualmente negado en el mapa neurológico de las sensaciones. Por unos momentos, somos seres táctiles, intensos, integrados; eso nos arraiga y fortalece.

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